Para salir de
la informalidad
“La informalidad nace de un lazo roto
entre el ciudadano y el Estado”.
Por : CARLOS MELÉNDEZ
POLITÓLOGO
Carlos Meléndez09.02.2019
/ 11:30 pm
El rasgo más notable de la sociedad
peruana es su informalidad. Lo ha repetido Michael Reid al
comentar su libro comparativo sobre América Latina. Se trata de un fenómeno que
hemos abordado principalmente desde la perspectiva economicista. En la última
semana, podemos encontrar algunos ejemplos en la prensa. Para Claudia
Cooper, la informalidad es una elección personal o empresarial “porque es
lo financiera y racionalmente rentable”, especialmente con un modelo de
recaudación tributaria que crea incentivos para el “subreporte de ventas y
utilidades”. Piero Ghezzi, intentando ponerse en los zapatos de “un
emprendedor peruano mype e informal”, opina que la desventaja inherente a la
informalidad se resuelve “fortaleciendo capacidades”. Con “transferencia
tecnológica, información […] sobre oportunidades de mercado, con vigilancia
tecnológica, etc.”, las masas de informales abandonarían milagrosamente dicha
situación. Finalmente, algunas declaraciones de nuevas (y mediáticas)
autoridades edilicias postulan la asociación entre informalidad y delito. Así,
el “sentido común” reaccionario detrás del “no le compre a los ambulantes”
inspira la política pública.
Vayamos un paso atrás para entender
la informalidad no en el campo de sus manifestaciones
económicas, sino en el ethos que lo fundamenta. El funcionamiento de las
instituciones y reglas de toda sociedad supone un vínculo de confianza entre
ciudadanos y Estado (proveedor de dichas normas de convivencia). Cuando este
vínculo se deprime y se arropa en desconfianza, el ciudadano busca vías
alternativas para sacar adelante sus actividades económicas y, en general, su
vida en sociedad. Así nace la informalidad, a partir de un lazo roto entre el
ciudadano y el Estado. Ello no se supera solamente adaptando las
reglas a las prácticas “subversivas” o “creativas” de los individuos, sino
resolviendo la desafección que yace en el comportamiento público de quienes
engrosan el mundo informal.
Hernando de Soto acertó cuando
puso el énfasis en el Estado disfuncional, pero más de 30 años después esa
ruptura entre individuos e instituciones se ha ahondado hasta generar un ethos
de la informalidad que, parafraseando a Max Weber, se ha
constituido en la estructura cultural del espíritu de nuestro capitalismo
chicha, la esencia de nuestro rational cholo.
Si los peruanos no confiamos en el
Estado, ¿quién es el depositario de nuestro sentido de autoridad reguladora de
las normas de convivencia? El éxito de las reformas de ajuste aplicados en los
90 favoreció la creencia en el mercado como sustituto productor de normas. La “mano
invisible” del mercado se planteó como reemplazante del Estado, también
“invisible” por fallido. Pero la dinámica del mercado reprodujo la informalidad
a niveles superlativos, acusando más el recelo hacia el Estado.
Identificado el círculo vicioso, las
mentadas propuestas encuentran rápidamente obstáculos, al operar en el
epifenómeno, en la epidermis de la sociedad y no en sus razones más
estructurales. Si no abordamos el origen de nuestra informalidad, ningún tipo de
política estatal tendrá esperanza de vida: ningún plan de competitividad ni
reforma política que valga.
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