LOS NUEVOS DESAFIOS DE LA COOPERACION CULTURAL EUROPEA






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Por Raymond Weber(1)
Este artículo no es la obra de un funcionario internacional que exponga los «conocimientos adquiridos» en su experiencia práctica en el ámbito de la cooperación cultural europea, ni la obra de un universitario y un investigador que desde una ilusoria «torre de marfil» analice su historial, su situación actual y sus desafíos de futuro.
Pretendo más bien compartir algunas experiencias y análisis, y también presentar muchas inquietudes y preguntas que me vienen al pensamiento después de más de un cuarto de siglo de compromiso en la cooperación cultural europea, como responsable de las relaciones culturales internacionales en mi país, Luxemburgo, o como actor en organizaciones como la UNESCO y el Consejo de Europa, como docente (en el Colegio de Europa en Brujas) y formador (en formaciones de administradores culturales), como mediador en y entre proyectos culturales, como animador de instituciones o de redes, como en el caso de la Laiterie (Centro Europeo para la Creación Joven, en Estrasburgo), las Pepinières - canteras o viveros - Europeas para Jóvenes Artistas (programa europeo de residencia de artistas), el Colegio Europeo de Cooperación Cultural (asociación que fomenta la cooperación entre las «redes» de los distintos institutos culturales en el extranjero) o el Centro Cultural de Encuentro Abbaye Neumunster (Luxemburgo), especialmente para la puesta en marcha de un instituto cultural común entre Francia, Alemania y Luxemburgo.
Todos estos compromisos me han enseñado como mínimo dos cosas: modestia y fe . Modestia, por un lado porque no se puede tener una visión completa de la cooperación cultural en Europa, y por el otro, porque uno se da cuenta de que cualquier acción cultural permanece frágil y aleatoria. Todo análisis será, necesariamente, incompleto y, en consecuencia, subjetivo. Fe, porque la creación artística y el desarrollo cultural se acaban imponiendo en todas partes, como medios de supervivencia (como hemos visto en Sarajevo), como vectores de la dignidad humana (como en el diálogo intercultural), como fuerzas de emancipación en nuestras sociedades, como «elementos que dan sentido» a nuestras vidas o, sencillamente, como fuentes de desarrollo y de felicidad personales.
1.Estado de la cuestión
La visión que se ofrece al «espectador» de la cooperación cultural europea es a la vez rica y contrastada. Es rica, porque es cada vez más multipolar y los distintos actores muestran una riqueza de creatividad y un dinamismo de invención e innovación extraordinarios. Es contrastada, porque presenta una diversidad de situaciones, de políticas culturales, de estructuras y de métodos de trabajo sobre los que las «políticas culturales» de las grandes instituciones y organizaciones (como la Unión Europea y el Consejo de Europa) parecen tener pocos efectos estructurantes.
Dicho de otra manera: no existe una política cultural europea única y común. Personalmente, yo añadiría: ¡por suerte!, aunque lamento la falta de ambición cultural europea de la mayoría de las mujeres y de los hombres políticos y la ausencia cruel de los medios presupuestarios consiguientes para programas y proyectos culturales europeos.
Lo que me parece más sorprendente es lo siguiente:
La mayoría de políticas culturales nacionales están en crisis, en lo que se refiere a los contenidos, las estructuras y los métodos de trabajo. Construidas sobre un Estado benefactor cada vez más frágil (en Europa del Oeste) o buscando aún su legitimidad en un sistema democrático (en Europa del Este), les resulta difícil definir los nuevos papeles del Estado y de los poderes públicos, pero también de la sociedad civil, en sociedades cada vez más multiculturales, globalizadas, que experimentan cambios profundos y han perdido la mayoría de sus referentes tradicionales. En todas partes, las estructuras y los equipamientos culturales parecen demasiado pesados, mal adaptados a las emergencias artísticas y a las nuevas prácticas culturales, e incapaces de responder a las nuevas necesidades de proximidad, de movilización de recursos, de solidaridad, de capacidad de escucha, de participación e implicación del tejido asociativo. Ante estos desarrollos, los poderes públicos reaccionan por un lado mediante desestatizaciones y privaciones de determinados equipamientos culturales, y por el otro mediante externalizaciones y contractualizaciones de determinadas misiones de servicio público;
la diplomacia cultural, que hasta ahora ha sido considerada el tercer pilar de los Asuntos Exteriores (al lado de los pilares de la política y la economía), a duras penas consigue pasar de una función de «escaparate del país» a una función de «diálogo intercultural», que integraría, además, la dimensión europea e internacional, mediante cooperaciones a medio y largo plazo. La política europea, que debería convertirse progresivamente en una política «interior», como mínimo en los 15 países de la Unión Europea, no ha encontrado todavía su legitimidad, ni en los artistas y los intelectuales, ni en los responsables políticos; las políticas culturales locales (especialmente las de las grandes ciudades) y regionales parecen más conscientes de la necesidad de hacer de la cultura un instrumento importante de una política de desarrollo, de fomento y de encuentro, especialmente con sus ciudades y regiones compañeras. Ciertamente, el riesgo de una «instrumentalización» de la cultura al servicio de los objetivos económicos y sociales es importante, pero muchas iniciativas sostenidas por las ciudades y regiones, a menudo al margen de sus instituciones oficiales (en los eriales industriales o en los barrios y extrarradios mestizos) muestran que los artistas sacan provecho de ello y mantienen a la vez su autonomía; en realidad, algunos grandes grupos se ocupan de gran parte de las «nuevas» políticas culturales, grupos que han invertido en los sectores económicos anclados en el ámbito cultural (especialmente en las industrias culturales, los medios de comunicación y las tecnologías de la información y la comunicación). En ellos se llevan a cabo elecciones culturalmente decisivas, la mayoría de las veces lejos de Europa, en contextos que se escapan de los procedimientos democráticos y basados en imperativos que son los de la rentabilidad. Se trata de AOL-Time Warner, Microsoft, Disney, Sony, Vivendi o Bertelsmann, que actualmente dominan el paisaje de la sociedad en red y el de la producción y la difusión culturales; el Consejo de Europa puede prevalerse de programas culturales importantes desde hace aproximadamente cincuenta años. Estos programas han pasado por etapas diversas: reconciliación, (re)conocimiento recíproco, creación de un discurso común, puesta en común de soluciones, toma de conciencia de los retos multiculturales. El funcionamiento del Consejo ha sido - y sigue siendo - un funcionamiento triple: intelectual (foro de discusión de los grandes retos), normativo («fabricación» de convenciones, recomendaciones y resoluciones) y operativo (programas y acciones sobre el terreno). Pero, por encima de todo, en los últimos años, ha tenido un papel irreemplazable en la «integración europea» de los países de Europa central y oriental. A pesar de unos presupuestos irrisorios, ha sido capaz de ayudar a sus países a dotarse de legislaciones culturales adaptadas y a escoger ellos mismos políticas culturales democráticas, con las legislaciones pertinentes, objetivos claros, administraciones transparentes y eficaces, sistemas de formación y evaluación claramente estructurados. ¿Será capaz de conseguir, en los próximos años, evitar que tengamos una Europa cultural de dos velocidades, con los «ricos» por un lado, es decir los países de la Unión Europea y los países culturales, y los «rechazados», del otro? Así mismo, dentro de los países europeos, ¿habrá también un abismo entre los «ciudadanos europeos», es decir, los que pueden viajar y tener derechos culturales, y los demás?;después de haber conseguido mantener los vínculos entre artistas, intelectuales y universitarios de los dos «bloques» de la Europa anterior a 1989, incluso en los peores momentos de la guerra fría, la UNESCO sólo se puede implicar marginalmente en la región europea en su conjunto. Sus intervenciones están más centradas, ya sea en temas (como la diversidad cultural, la cultura de la paz, las cátedras UNESCO en el ámbito de los derechos humanos y de las políticas culturales, los monumentos y emplazamientos del patrimonio mundial), ya sea en áreas geográficas (la región caucásica, Bosnia Herzegovina, Kosovo, etc.);
la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) no se ha interesado en absoluto, al menos hasta ahora, por la cultura y las políticas culturales. Tras organizar un «Foro Cultural» en Budapest, en 1985, reunió a todos los estados europeos, así como a Canadá y a los Estados Unidos, en un «Coloquio sobre el patrimonio cultural» en Cracovia, en 1991. Si el Foro de Budapest no tuvo conclusiones ni continuación, el Coloquio de Cracovia produjo un Documento final interesante que redefine los fundamentos de la cooperación cultural europea tras la caída del muro de Berlín y la implosión del sistema comunista. Sin embargo, dicho texto no engendró ni una estrategia opcional, ni un programa concreto;
la acción cultural de la Unión Europea es todavía reciente (unos buenos diez años). Sin duda, cabe recordar aquí que si los primeros tratados de lo que hoy se ha convertido en la Unión Europea no preveían acciones ni políticas culturales, no era por olvido, sino por una voluntad claramente establecida y asumida: nada de constitución ni de cultura, en los inicios, sino una cooperación pragmática en lo que se refiere a las industrias del carbón y del acero (CECA), más adelante el Euratom. Si actualmente la cultura empieza a tener efectos estructurantes en el ámbito de los medios de comunicación, de la educación, de la cohesión social y del desarrollo regional, sobre todo gracias a programas importantes y a una implicación significativa de los fondos estructurales comunitarios, no se puede decir lo mismo del sector artístico y cultural propiamente dicho, que continúa siendo «no prioritario» a nivel de las políticas comunitarias, en términos políticos y presupuestarios. Hay que añadir que, para ciertos países de la UE, la acción comunitaria en el ámbito cultural debe seguir tan limitada como sea posible, basada en el principio de la «subsidiariedad» y en un proceso de decisión que exige la unanimidad (en el sí del Consejo de Ministros) y la codecisión con el Parlamento Europeo para cualquier decisión del programa; sin duda, el desarrollo más prometedor de la cooperación cultural en Europa, estos últimos años, es el desarrollo extraordinario de la «sociedad civil» y de las organizaciones no gubernamentales: asociaciones, fundaciones, redes culturales, etc. Aquí se encuentra una mayor creatividad, innovación, dinamismo, voluntad de cooperación transfonterera, a pesar (o a causa) de la fragilidad financiera de estas organizaciones.

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