TRABAJO Y UTILIDAD EN EL MUNDO

TRABAJO Y UTILIDAD PARA EL MUNDO
Robert Castel

(Director de estudios de la Ecole des hautes études en sciences sociales, París)
"No hace demasiado tiempo, hubo muchas profesiones que desaparecieron, hoy nadie sabe para que servían aquellas personas, que utilidad tenían ...”(José Saramago, La Caverna
Colaboración : Héctor Vásquez, Experto Laboral Colombiano
Por motivos que se desprenderán de lo que más adelante diremos, el análisis de las transformaciones del trabajo en una perspectiva histó­rica muestra que la referencia al derecho es absolutamente esencial para caracterizar el lugar que ha ocupado y que ocupa el trabajo en la socie­dad. Por tanto, con la prudencia que conviene al no especialista, nos esforzaremos en justificar la importancia del derecho, en' la medida en que, desde un punto de vista sociológico, nada parece más urgente que una movilización de la reflexión jurídica para tratar de -oponerse a la actual degradación de las condiciones laborales.
EL TRABAJO COMO PURA DEPENDENCIA
«Trabajo y utilidad para el mundo»: el título se inspira en el fallo condenatorio de un vagabundo pronunciado en el siglo xv por el tribunal de París, según lo reproduce un historiador. Aquel desdichado «era digno de morir como inútil para el mundo, a saber, de ser ahorcado como la­drón»[1]. Los vagabundos son «inútiles para el mundo», porque no traba­jan y viven de las reservas sociales que no contribuyen a producir. Son, como dice otro texto antiguo, «la plaga más terrible para el campo [...] insectos voraces que lo infectan y lo devastan y que devoran a diario la sustancia de los agricultores»[2]. Los vagabundos han pagado muy cara esa inutilidad, y durante siglos se han abatido sobre ellos las medidas repre­sivas más variadas, pero marcadas todas con el sello de la crueldad.
Así, de forma indirecta, nos vemos obligados a reflexionar acerca de la relación que existe entre el trabajo y el hecho de ocupar un lugar reconocido en el mundo. ¿En qué medida se basa en el trabajo -y en él únicamente- una pertenencia social reconocida, lo que hoy llamaría­mos «la ciudadanía social», aunque se trate de una expresión muy vaga?
Ahora bien, formulada en estos términos, la pregunta es demasiado general, pues el sentido del trabajo y el de los valores asociados al trabajo han sufrido una profunda transformación. Sólo a partir de finales del siglo XVII y principios del XVIII se reconoce con plenitud su valor e\onómico por sí mismo y podemos empezar a hablar de «civilización dél Itrabajo». Y hoy en día se plantea sobre todo respecto del trabajo asalariado, en la medida en que éste ha pasado a ser, no la forma excesiva, sino el modelo dominante del trabajo socialmente reconocido. Sería necesario reactualizar el interrogante y preguntarnos si, o en qué medi­da, el trabajo asalariado es el fundamento esencial del reconocimiento social. Y, de modo más concreto, toda vez que no estamos sólo en una «sociedad salarial», sino en una sociedad salarial en crisis en la que se degradan las condiciones de trabajo, ¿hasta qué punto el trabajo asala­riado tropieza hoy con la competencia de otros soportes de utilidad social? ¿Hay otras posibilidades, además del soporte salarial, en las que basar la utilidad y el reconocimiento sociales? Podemos tratar de expo­ner la dinámica que lleva a formularse estas preguntas en tales términos y aclarar con ello las opciones que se presentan a la hora de decidir qué lugar debe ocupar el trabajo en la sociedad actual.
Volvamos por un momento al pasado, a fin de desembarazamos de una concepción del trabajo incómoda por demasiado polivalente. Como hemos dicho, a finales del siglo XVII y principios del XVIII surge la concepción moderna del trabajo, pero antes, en la sociedad preindus­trial, el trabajo tiene con todo una utilidad social, como lo recuerda la condena del vagabundeo. Al respecto, se imponen dos observaciones para precisar el sentido atribuido al trabajo en ese tipo de sociedad. En primer lugar, en aquel entonces no se considera su función económica de manera autónoma; el trabajo está inscrito en una amalgama de valo­res tanto o más morales¡ y religiosos que económicos. Es a la vez castigo por el pecado original, vía de redención, prueba que debe templar el alma, instrumento de 1fIl0ralización, etcétera, al tiempo que necesario para asegurar la supervivencia personal y sustentar la prosperidad gene­ral. Esta concepción seguirá en vigencia a pesar de la implantación del mercantilismo, por más que éste, en el siglo XVII, subraye el valor econó­mico del trabajo.
En segundo lugar, el trabajo no es un imperativo categórico para todos: quienes ocupan las posiciones sociales más elevadas no sólo están exentos del trabajo, sino excluidos del orden laboral, por herencia de la antigua distribución tripartita entre los oratores (letrados), los bellatores (consagrados al servicio de las armas) y los laborantes
[3]. En el sentido propio del término, sólo estos últimos trabajan, es decir, hacen penar a su cuerpo al servicio de los demás. Pero debemos ser más precisos. Este tercer orden, que al principio representaba a los trabajadores de la tierra, se extenderá, se diversificará, se volverá más complejo. Abarcará un número cada v.ez mayor de ocupaciones, oficios, profesiones. Dentro de esa. nebulosa del «tercer estado» sigue habiendo una línea divisoria esencial, que atraviesa el propio trabajo manual. Dentro de los oficios, los hay que procuran precisamente un «estado», es decir, a la vez im­posiciones y privilegios, obligaciones abrumadoras y un reconocimiento social, que incluye a menudo la participación en las responsabilidades políticas en la comunidad. Son los oficios «reglados», las cofradías de artesanos, lo que se llamarán, pero sólo a partir del siglo XVIII, los gremios. Junto a ellos, o más bien enfrente, hay tareas desprovistas de calidad, que efectúan hombres asimismo indignos, gente humilde, gente sin más. Son los que alguien tan progresista como Voltaire denomina «la canalla», o a los que el abate Sieyes -como es sabido, principal responsable de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciu­dadano- califica de «instrumentos bípedos, sin libertad, sin moral, que tan sólo poseen unas manos poco gananciosas y un alma absorbida», tras lo cual añade: «¿A eso llaman ustedes hombres?»[4].
Esos «instrumentos bípedos» tienen con todo una utilidad social, ya que, como reconoce Sieyes, son los «productores del goce de los de­más». No obstante, no tienen dignidad, ni reconocimiento social, ni existencia política (por lo demás, no tendrán derecho de voto). Se puede ser un trabajador útil y, al mismo tiempo, valer menos que un «canalla», cuando únicamente se es un trabajador.
Tengamos esto presente, que aún hoy merece ser objeto de reflexión y acaso justifica este rodeo histórico: incluso dentro de los «oficios mecánicos» hay trabajos y trabajos. El reconocimiento social sólo le llega al trabajo cuando queda envuelto en sistemas que lo reglamentan, es decir, cuando tiene el sostén de un régimen jurídico. Hasta la revo­lución industrial y política de finales del siglo XVIII, esa jurisdicción es la de las cofradías o gremios, también denominados, y no es casual, los «oficios reglados». La forma preindustrial de esa jurisdicción será abo­lida brutalmente (en Francia, entre otras por la ley Le Chapelier), pero tal vez fuese y sea necesaria la existencia de una jurisdicción, incluso hoy día, para sacar el trabajo de la indignidad social.
[1] Geremek, Bronislav: Les marginaux parisiens aux xive et xvo siécles (París, Flam­ marion, 1976), pág. 310.
[2] Le Trosne, J. F.: Mémoire sur les vagabonds et les mendiants (Soissons, 1764). pág. 4.

[3] Duby, Georges: Les trois Ordres. ou l'imaginaire du féodalisme (París, Gallimard, 1978). Traducción al español: Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo (Madrid, Taurus, 1992
[4] Sieyes, Emmanuel-Joseph: Ecrits politiques (París-Montreux. Editions des Archives contemporaines, 1985), pág. 81

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