MARCUSE Y LA GENERACIÒN DE LA PROTESTA




















Marcuse y la generación de la protesta
Por : Hugo E.Biagini

http://www.ensayistas.org/filosofos/argentina/biagini/introd.htm

Jürgen Habermas, en vísperas del septuagésimo cumpleaños de Herbert Marcuse, calificó a su colega como «maestro celebrado de la Nueva Izquierda» y como «el filósofo de la rebelión juvenil". Refrendando ambas filiaciones nos detendremos en analizar la segunda caracterización. Previamente se bosquejará el encuadre marcusiano dentro del cual se inserta nuestra temática específica.
Marcuse se rehúsa a ver la filosofía como un ejercicio intelectual o justificativo ideológico que permite jugar con los dados cargados. Tampoco admite la sado-masoquista tradición occidental donde dicho saber tiende a hundirse en la desdicha. Ya desde sus primeros escritos sostiene que la filosofía posee la misión concreta de defender la existencia amenazada por un capitalismo alienante y deshumanizador cuya superación exige la transformación social. La filosofía, como pensamiento crítico, debe abocarse a rescatar la sensibilidad y a desenmascarar el discurso ilusorio de la soberanía popular.
Frente a la cultura del poder, donde las necesidades colectivas están dislocadas por los grupos dominantes, se trata de acceder realmente a otro escalón civilizatorio donde no abunde la agresividad, la explotación y las privaciones mundanas. Se cuestiona el credo moderno del progreso como conquista de la naturaleza, como postergación de satisfacciones y como un crecimiento material desprovisto de moralidad. El ideario liberal –de la libertad, la igualdad y la justicia ecuménicas– resulta impracticable tanto dentro del capitalismo, con una clase dueña de la producción, como en un régimen que condena una teoría comprobada científicamente si parece nociva para la ética comunista, sustitutiva así de la religión. Sólo resta transitar entonces el arduo sendero de la sublevación, una vía plagada de grandes adversarios al servicio del statu quo: desde las corporaciones monopólicas y los partidos políticos unificados hasta la burocracia sindical y las mismas masas sojuzgadas. El escollo por antonomasia en el proceso de liberación no reside tanto para Marcuse en la potencia del imperialismo para establecer gobiernos dictatoriales en el exterior y para tratar a sus minorías internas como ciudadanos de tercera sino en la fuerza engañosa de la sociedad industrial que idolatra él éxito y la eficacia, convierte todo en mercancía y hace imprescindible lo superfluo: en pocas palabras, que la gente encuentre «su alma en su automóvil».
Marcuse fue mitigando las dificultades que creyó hallar para revertir el conformismo o el disciplinamiento y redobló en cambio su apuesta por la insurgencia tras el estimulante signo histórico de pueblos empobrecidos como el vietnamita midiéndose con una terrible máquina de aniquilamiento, sin descartar tampoco la emergente resistencia obrera en varios países europeos. La transformación radical del capitalismo y el quiebre de la voluntad colonialista en las metrópolis puede llevarse a cabo solamente bajo una confluencia multisectorial que permita convertir la esperanza en realidad. En El fin de la utopía, donde Marcuse enuncia la posibilidad objetiva de eliminar el estado de enajenación, se hace hincapié en los nuevos sujetos sociales opuestos al establishment que son capaces de provocar el Gran Rechazo y configurar un síndrome virtualmente revolucionario: por una parte, los mas expoliados, compuestos por guetos y minorías étnicas en países como Estados Unidos, junto a los movimientos independentistas del Tercer Mundo –un proletariado distinto y seriamente amenazante–, donde la revolución social coincide con la liberación nacional. Por otro lado, un polo opuesto privilegiado que se erige en la conciencia más avanzada dentro del sistema capitalista tardío: la elite intelectual de los técnicos y científicos sumados a la juventud estudiantil. Una conjunción de fuerzas aptas para precipitar la crisis del capitalismo, a las cuales puede añadírseles –como sugiere Marcuse en su nota sobre «La obsolescencia del marxismo»– un movimiento obrero diferente con estrategia combativa y las sociedades comunistas que en colisión con dicho sistema.
Uno de los primeros e inadvertidos pasajes de la obra marcusiana donde se menciona la cuestión que nos preocupa se encuentra en su artículo de 1959 sobre la ideología glorificadora de la muerte como un inveterado leit motiv filosófico que conlleva la aceptación del orden político y una imagen de la felicidad concebida en términos de autonegación. Dicha exaltación de la muerte como vida verdadera supone una traición a los sueños juveniles que representan a la otra mitad decisiva de la historia asumida por quienes ejercen la protesta ante la carencia de poder. Cinco años más tarde hallamos sendos pasajes incidentales sobre el mismo particular. Uno de ellos, en el prólogo a Cultura y sociedad, donde se recogen antiguos escritos marcusianos, su autor, al referirse al agotamiento de las fuerzas europeas que pudieran vencer la inhumanidad, sostiene que las canciones de la guerra civil española constituían para la juventud de entonces «los únicos destellos que han quedado de una revolución posible».

En la otra cita, formulada durante la exposición sobre el socialismo en el mundo desarrollado –durante un seminario yugoslavo de estudios marxistas–, se recupera el papel revolucionario que jugaban los estudiantes en países como Vietnam y Corea del Sur. Finalmente, en el llamado prefacio político a la nueva edición de Eros y civilización (1966), Marcuse remarca la función opositora de los jóvenes, como naturalmente inclinados a ocupar «la primera fila de los que luchan y mueren por Eros contra la muerte».
Julio de 1967 representa un punto crucial en los planteos alusivos de Marcuse, quien participa para esa época de dos reuniones claves: el Congreso Internacional sobre Dialéctica de la Liberación –celebrado en Londres con intervención de diversos sectores contraculturales y activistas de la Nueva Izquierda– junto a la serie de charlas mantenidas con los alumnos de la Universidad Libre de Berlín que dieron lugar a la publicación de un libro ad hoc, El fin de la utopía, donde aquellos debates quedaron registradas. En la primera ocasión alude específicamente al hipismo como un movimiento no conformista de izquierda que ha producido una auténtica transvaloración en el plano sexual, ético y político; mientras que la obra nombrada introduce con mayor énfasis el movimiento estudiantil norteamericano y deplora sus escasas relaciones internacionales. A partir de la guerra de Vietnam, dicho movimiento capta en profundidad los designios imperialistas y, en medio de fuertes enfrentamientos policiales, se lanza a la titánica tarea de concientizar políticamente a la población más pobre, a trabajar en una teoría crítica de la mutación social, a reformar doctrinaria y curricularmente la universidad para alejarla de su misión reproductora al servicio del mercado.
A la luz de la creciente rebelión juvenil de los '60, aumentan las consideraciones en torno a ese fenómeno por parte de Herbert Marcuse, que pasa a erigirse en un referente insoslayable para los medios de comunicación y para el estudiantado en sí mismo. Sin embargo, antes del mayo francés la apuesta marcusiana por el poder estudiantil no resulta de tanto voltaje como después de concluido ese magno evento. Durante su alocución para la UNESCO en el sesquicentenario de Marx (11-5-68), si bien el estudiantado, junto con los marginales y los negros, cuenta con una aptitud especial para romper con el capitalismo en el Primer Mundo, su acción resulta sumamente limitada porque el proletariado se ha ido integrando al sistema hasta perder su capacidad revolucionaria. Por otra parte, los estudiantes, según aparecen en el ensayo sobre la agresión en la sociedad opulenta, pese a su prédica pacifista resultan descalificados por la opinión pública como pendencieros y vagabundos.
Mayo del 68 y sus secuelas representan un parteaguas en las apreciaciones marcusianas, tan ligadas a la dinámica histórica. El entusiasmo de Marcuse por las convulsiones parisinas se tradujo en un extenso coloquio que mantuvo con su alumnado californiano de cara al acontecer en cuestión, interpretado como una campaña para trastocar estructuras académicas obsoletas que terminó por convertirse en un espontáneo movimiento de masas contra todo el establishment socio-cultural y bajo la ostensible conducción estudiantil. En su reexamen al concepto de revolución, Marcuse evocaría la importancia de tales episodios porque debilitaron al sindicalismo conciliador y permitieron forjar una nueva alianza con la clase obrera. Posteriormente, aquél confesará que el mayo francés vino a acreditar una hipótesis suya acerca de que el movimiento estudiantil no reflejaba un mero conflicto generacional sino que poseía ingredientes políticos más fuertes que los de cualquier otro sector social, al punto de inducir a la huelga a diez millones de trabajadores. En suma, que las jornadas del 68 simbolizaron una fecunda expresión en la disputa con el capitalismo, donde se conjugó a Marx y Breton, dándosele cabida a la razón estética y al socialismo como un modus vivendi cualitativamente diferenciado.
Sucesivas declaraciones periodísticas exaltarán la figura del joven rebelde como un nuevo tipo adánico dispuesto a sacrificar visceralmente muchos intereses materiales en defensa de los pueblos avasallados.
Además de responder a la violencia institucionalizada, a la explotación, a la competencia brutal y a una moral hipócrita, las vanguardias estudiantiles tienden a establecer una propedéutica hacia el socialismo sin métodos stalinianos y a tomar en serio el principio democrático de la autodeterminación. En los países dependientes se apunta a derrocar gobiernos corruptos mantenidos por las metrópolis. En definitiva, los estudiantes en su accionar no hacen más que aplicar lo que les enseñaron en abstracto y como algo intrínseco a los valores occidentales, v.gr., la supremacía del derecho inalienable de la resistencia contra la tiranía y las autoridades ilegítimas. Es una praxis que se realiza fuera de las falsas organizaciones partidarias tradicionales y en ciertos casos desempeñando un rol anticipatorio semejante al que cumplieron los intelectuales del siglo de las luces en vísperas de la Revolución Francesa.
En una época que contiene signos revolucionarios, aflora un sentido distinto, no tecnocrático, de la educación: como cambio radical que trasciende el ámbito escolar o los muros universitarios para expandirse por la comunidad y arrancarle sus máscaras. En esa labor develadora los jóvenes estudiantes tienen una amplia ventaja, siendo prácticamente para Marcuse los únicos exponentes que conservan un rostro humano y a los cuales les tributa el mayor reconocimiento: no sólo dedicándoles sus libros (An Essay on Liberation en 1969 o previamente la edición francesa de Eros y civilización) sino defendiéndolos hasta de los ataques del campo progresista que repudiaban sus actividades turbulentas.
En su última correspondencia con Adorno, Marcuse le plantea que la teoría crítica que compartieron requería una definición política, que la ocupación de salas o edificios resultan acciones lícitas, que no protestar ante los atropellos justifica o disculpa al transgresor, que la lucha extraparlamentaria se identifica con la contestación y la desobediencia civil, que los estudiantes conocen bien sus límites objetivos y que la única ayuda que podía brindárseles era precisamente para vencer esos obstáculos, que si la violencia resulta algo monstruoso debe distinguirse entre un campesino vietnamita fusilando al hacendado que siempre lo expolió y el terrateniente haciendo otro tanto con su esclavo insumiso.
En rigor, el propio Marcuse admite que las demandas juveniles han terminado por superarlo, al sobrepasar sus mismas hipótesis y añadirle una dimensión fáctica ausente en su restrictiva faena intelectual. Se trata de una militancia que, frente a la pseudo-democracia empresarial y al Mundo Libre Orwelliano, ha sacudido el espectro de una revolución que subordina la producción y los estándares de vida más elevados a la paz y la solidaridad, a la abolición de la pobreza y las fronteras. Con todo, el movimiento estudiantil, más allá de sus eventuales desviaciones y de su reapropiación comercial por el mercado, no se reduce a sí mismo, pues diferentes segmentos de la población también han llegado a comulgar con su activismo político, sus aspiraciones libertarias y su fermento utópico. Si bien los estudiantes encabezaban a la sazón la lucha emancipadora en el hemisferio norte y en América Latina, lo han hecho junto con los jóvenes trabajadores, a quienes procuran secundar en las mismas plantas fabriles. Así Marcuse va acuñando la idea de un frente único de izquierda compuesto principalmente por una amplia franja juvenil en la cual se integran diversos movimientos de base antisistémicos: estudiantiles, obreros, feministas. Tampoco se excluye a las agrupaciones ecológicas en cuanto confrontan los grandes intereses del capital pero con la siguiente reserva conceptual: «no se trata de hermosear la abominación, de esconder la miseria, de desodorizar la fetidez, de cubrir de flores las prisiones, los bancos, las fábricas: no se trata de purificar la sociedad existente sino de reemplazarla».

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