EL DERECHO A PENSAR







Por : Ela Urriola
Cortesía : Buscando Camino,


Dra. Urriola ( No.4 en la foto de izq. a der.)

El pensamiento es consustancial al ser humano, es lo que nos distingue de las bestias. Todas las civilizaciones se han caracterizado por el cultivo del pensamiento como expresión suprema de su desarrollo, y las épocas más prósperas de la humanidad han hecho distinción especial de esa cualidad.
Ha sido el continuo ejercicio intelectual iniciado cuando el homo un buen día bajó de las copas de los árboles, sobrevivió a su medio e inició ese largo periplo desde las cuevas de Altamira hasta los viajes espaciales lo que nos mantiene aquí. No obstante, estamos en pleno siglo XXI, en un país situado a la vanguardia de un intrincado proceso de globalización y que sirve de probeta a inéditos experimentos del neoliberalismo, debatiendo si tenemos o no el derecho de pensar.
La polémica surgida por la eliminación en el currículum de la educación media de asignaturas como filosofía, lógica, ética, educación artística y educación física debe llamar a una profunda reflexión, no solo a los docentes sino a los padres de familia, organizaciones estudiantiles y los sectores de la sociedad comprometidos con un desarrollo coherente y programado del país.
No se trata de un simple ajuste de planes y programas con la intención de optimizar los recursos educativos, sino de una conspiración silenciosa pero avasalladora de despojar a nuestra juventud de ese ejercicio necesario y sistemático que debe conducirlos a su realización como seres humanos. Una medida de esta naturaleza se suma a una larga cadena de prácticas, mecanismos y recursos encaminados a minimizar la capacidad reflexiva de los panameños con miras a propósitos que ni aún nuestros gobernantes tienen muy claros (y prefiero pensarlo así, porque si los tuvieran entonces serían cómplices).
Sometidos a un intenso programa de embrutecimiento colectivo, los panameños recibimos un bombardeo diario de (des) información orientada a neutralizar nuestra capacidad de discernimiento y la reflexión crítica sobre las cosas que nos atañen. Desde la mañana hasta la noche, las televisoras nos someten a un intensivo fusilamiento de propagandas, programas amarillos, histrionismo estulto y vulgar con más de 30 telenovelas diarias que garantizan una disfunción cerebral, todo esto en dirección contraria a lo que manda la Constitución de la República: "Los medios de comunicación social son instrumentos de información, educación, recreación y difusión cultural y científica. Cuando sean usados para la publicidad o la difusión de propaganda, éstas no deben ser contrarias a la salud, la moral, la educación, formación cultural de la sociedad y la conciencia nacional…" (Artículo 89).
Con todo este panorama un ser pensante no se sorprendería de que los crímenes y la violencia suban como la levadura, que proliferen los casinos y el resto de las adicciones, luego no debería ser una sorpresa que las políticas educativas que nos aplican estuviesen encaminadas a eliminar el derecho a pensar. Lo que sí ha de asombrar, es que esta maquiavélica tarea se lleve a cabo teniendo a la cabeza un ministro de Educación con una formación universitaria en filosofía e historia y una experiencia docente que también involucra la lógica.
Como si la televisión no bastara para anularnos, el transporte público ha recibido el aval de continuar fumigándonos con gases tóxicos y ruidos, si es que antes no hemos sido arrollados por la chatarra diabólica. Y si se nos ocurriera relajarnos de la ciudad, ese propósito sería igualmente frustrado por la irracional cantidad y el descomunal tamaño de las vallas publicitarias que apenas dejan entrever un manchón de verde entre unas y otras.
Es natural, entonces, que si no pensamos tampoco nos preocuparemos del entorno: un ser pensante no aprueba ni aplaude lo que va en contra de la vida, ni será indiferente ante las tragedias cotidianas, el deleitamiento morboso ante los crímenes y violencia reflejada en las portadas de algunos periódicos, ni será cómplice ante los actos de corrupción que socavan la moral ciudadana. Porque un ser pensante no se conforma con una dosis diaria de pan y circo, ni se anestesia bailando por un sueño alimentando ratings, mientras mediante hipnosis colectiva nos hacen olvidar que en este país se incineraron 18 personas en un autobús, que una zombie ley de transporte resultó tan ineficaz como una mala cirugía estética y que un envenenamiento masivo de seres humanos ha quedado congelado en el limbo.
Si un ser pensante es una molestia, una mayoría pensante es un estorbo para los objetivos del sistema y para los que lucran del despojo. Una sociedad crítica, capaz de reflexionar sobre los problemas derivados de la expropiación de la riqueza nacional, de la venta de sus islas, costas, playas y subsuelo; que interroga sobre los jugosos contratos pactados con las transnacionales; que examina juiciosamente los continuos delitos contra la cosa pública bajo el epíteto de "transparencia"; que cuestiona la catástrofe ambiental de dudosos proyectos mineros y que exige responsabilidad ante la negligencia y la corrupción, no conviene a ningún modelo de desarrollo encuadrado en la explotación irracional de los bienes de un país. De allí que erradicar toda forma de pensamiento reflexivo, del ejercicio de la imaginación y de proporcionar una educación de la salud física que frene el desmesurado consumo de drogas y licor son medidas necesarias para un sistema que sin lugar a dudas no necesita ciudadanos sino consumidores… No sería de extrañar que en un futuro no muy lejano, como en aquellas novelas de Wells, esté prohibido en nuestras escuelas mencionar los nombres de irreverentes como Sócrates, Platón, Francis Bacon, Descartes, Simone de Beauvoir o Hanna Arendt, y que cuelgue en la entrada de cada colegio e institución, como glorioso lema de la nueva sociedad, la frase de Hermann Goering, dirigente de las SS hitlerianas. "¡Cuando escucho la palabra cultura, saco mi pistola!".
(*)La autora es docente de Filosofía de la Universidad de Panamá

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