Esta semana hemos
contemplado el silencioso derrumbe de algunos tótems de la prensa. Y digo
“silencioso” porque el colegaje ha guardado un piadoso y grosero mutis sobre el
particular. ¿En qué momento se fue al carajo el periodismo nacional?
Es perfectamente
comprensible que a un yuppie promedio, con uno que otro amigote de peso que lo
apadrine y ansioso por estar siempre donde revienta un cohete, se le antoje
convertirse en periodista. Este es un país generoso y seguro que le irá de
maravillas. Total, el periodismo es una huevada tan fácil de hacer que, la
verdad, cualquiera puede ser periodista, ¿no es cierto? Cualquiera. Un
administrador de empresas, un abogado, un policía, una anticuchera. Total,
cualquiera que tenga un teclado escribe. Cualquiera con dos dedos de frente se
para frente a la cámara, abre la boca, articula sonidos y listo, ya está.
Porque de eso se trata, ¿verdad? Algo pasó en el país que hizo que, de pronto,
todo el mundo quisiera ser periodista. Algo ocurrió que, de repente, hasta los
congresistas empezaron a tener programas periodísticos en la televisión:
investigando, entrevistando, denunciando y, por supuesto, editorializando con
gran éxito y, en consecuencia, reeligiéndose una vez más.
La pregunta que los
viejos reporteros (sin programa) nos hacemos es: ¿por qué, ah?, ¿por qué, de
pronto, todo el mundo quiere nuestra chamba? La respuesta está cantada:
¡porque quieren el poder, cabrones, el poder! Poder. Tanto les gusta
que hasta a su revista le ponen ese nombre. Y tanto progreso les trae –ay,
qué rico– que acaban siendo los predilectos de Palacio, gobierno tras gobierno,
los amiguis de whatsapp de las primeras damas, los entrevistadores favoritos de
los presidentes, los elegidos, los que tienen asiento en el Air Force One y acceso VIP a
la Base Naval, aunque jamás le saquen a nadie medio titular. Pues les
traigo malas noticias, comerciantes: se metieron al periodismo por las razones
equivocadas. No se vuelve uno reportero para que te inviten a los cócteles y
poder codearte con los que la llevan. No se mete uno a hacer programas
periodísticos de televisión sin saber nada de periodismo ni de televisión
porque por aprender no se cobra, causa, se paga. No se vuelve uno
narrador de noticias para volverse un activista popular porque planea postular
al Congreso en el 2021. Han vivido equivocados. No es para eso que uno se
levanta a las tres de la mañana y se pone a leer y a buscar y a pensar alguna
pregunta mínimamente inteligente para la entrevista de mañana, a ver si –de
repente– le arrancas una declaración memorable al político cara de jebe, a ver
si –de repente– viéndote, escuchándote, leyéndote, algún venerable viejo zorro
siente menos vergüenza del gremio actual, a ver si algún joven estudiante se
siente inspirado y dice: qué bacán, esto es lo que yo quiero hacer en esta
vida. ¿Saben cómo se reconoce a un periodista auténtico, amiguitos?
Preguntándote por qué diablos está ahí donde está. ¿Por qué ese pata está de
entrevistador, de conductor, de editor general? ¿Por qué, ah? La respuesta
automática tienen que ser sus grandes reportajes, sus grandes primicias, sus
grandes destapes, sus grandes titulares, sus grandes crónicas, sus grandes
entrevistas. ¿No las recuerdas? Mmm… lo más probable es que lo hayan sentado
ahí por otro tipo de méritos, ¿verdad?
Tengo muy buenos amigos que, siendo
estupendos periodistas, decidieron pasarse al glamoroso rubro de la asesoría en
comunicaciones y triunfaron convirtiéndose en gerentes de imagen de bancos,
empresas telefónicas o transnacionales mineras. Digo “triunfaron”
en el supuesto de que triunfar signifique ganar diez veces más, tener
gratificaciones, utilidades, depas más lindos, casas de playa y carros más
caros de los que hubieran tenido jamás si se quedaban de sufridos coleguitas,
pero… ¿será que, sentados en sus brillosas mesas de directorio, entre cranberry muffins y
máquinas de Nespresso, sienten la misma adrenalina que cuando
surcaban el río Huallaga en peque-peque, al amanecer, a la caza de un nuevo
reportaje? No necesito que me respondan. Yo sé que no. Sé que el dormido
sabueso interior se retuerce y les muerde las entrañas de impotencia. Pero no
hay pena que unas vacaciones en Turks and Caicos no puedan aliviar, ¿o sí?
Supongo que llega un momento en el que tienes que optar entre el confort y la
pasión. La cuenta millonaria o la vida a salto de mata. Pero qué dolor
renunciar a tu vocación, qué feo es eso. Aquí respetaremos, por igual, a los que
resistieron y se quedaron en este oficio ingrato como a los que decidieron
dejarlo a cambio de una inmensa mejoría.
Pero a los que sí
despreciaremos y con toda el alma, es a los redomados sinvergüenzas que
creyeron que podían pasar piola haciendo las dos cosas a la vez. Y cobrando a
dos cachetes, por lo bajo. Y encima opinando como pendejos –en sus medios– a
favor de las empresas que les pagan para que les laven la imagen. No, pues,
compadrito, no. No seas maleante. Así no es: o haces periodismo o asesoras
empresas, pero jamás las dos cosas al mismo tiempo. Los periodistas también nos
debemos al público que, al final, siempre será más sagaz que uno, así que es
inútil intentar pasarse de vivos y meterle el dedo.
Si un candidato
presidencial te adoptó cuando estabas sin chamba, si mandas a tu edecán a dar
“charlas de actualización política” a empresas con las que tu medio nunca
choca, se lo tienes que contar a tus lectores y/o televidentes. El periodismo,
finalmente, siempre consistió en decir la verdad, te acuerdas de eso, ¿no? Así
que cuando te descubran con el pantalón abajo, apechuga nomás como varón y no
te victimices, no me vengas con esa de que “quieren desprestigiar a la prensa”.
¡La prensa! Ahora resulta que tú eras “la prensa”.
Que los reyes del
almuercito en el “Fiesta”, de la asesoría externa y de la componenda son “la prensa”.
Bueno, listo, se acabó. Montañas más altas he visto derrumbarse en estos 28
años de prensa, viejo. Pero tú tranquilo, que todo esto no es más que una cruel
venganza de Keiko, ardida porque le arrebataste el triunfo con tus poderosos
programas de 5 millones de dólares y dos puntos de rating. Ya, cuñau. ¿Y tú,
insecto? Tú, relajado que vas a poder seguir cobrando tus miles de dólares
mensuales como asesor de comunicación del Proyecto Costa Verde Callao de
Odebrecht. Perfecto, maravilloso, no tiene nada de malo, choprove. Pero no la
barajes, no la solapees. No pretendas ocultárselo al diario en el que escribes
tus sesudas columnas sobre Odebrecht, ni al canal de TV donde dobleteas,
alucinándote, (gracias a tus padrinos mágicos), el inquisitivo entrevistador y
el opinólogo, el objetivo narrador del noticiero y la estrella absoluta de la
cobertura electoral.
¿Habrase visto
tamaña almeja? Fuera de acá, farsante. Y no te atrevas a volver a ensuciar así
la profesión porque la próxima sale con tu foto, so pedazo de arribista,
arreglador, pobre diablo con carrazo, doble agente. Se puede ser más puta pero
no más descarada.
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